El rincón de lila

De omnibus dubitandum

                                                            (Imagen obtenida de Yandex.ru)


Hace muchos muchos años, es esta una memoria también bastante lejana, estuve a punto de ahogarme en un río. Recuerdo levemente el agua turbia, pero no el color del fondo, hecho de barro, supongo. Los inviernos en las zonas rurales suelen desatarse con rabia y el agua debió revolcarme muchas veces, mi cuerpo era pequeñito y este es un hecho evidente. No recuerdo el fondo, y aún así, las aguas turbias que me engullen y me revuelcan vuelven siempre a mis sueños. Fuera de mis pesadillas en las que se pasean bestias folklóricas, las que tienen como protagonista al agua y especialmente la marina, son las peores. A veces, siento que moriré de alguna forma parecida, la fantasía de suicidarme en una bañera fue recurrente durante mi transición de la adolescencia hacia la adultez. El punto es que, en mi delimitadísimo universo el agua es elemento simbólico del regreso al origen. El origen hecho forma, claro está, en el que la realidad toma imagen de escultura, la que moldea Apolo, la que ordena en sentido cronológico, en la que baña de lógica el destino trágico en el que subyace siempre, más tarde que temprano, la locura, inaccesible, para variar.


Si acabé en el río es porque, como es evidente, no había adulto funcional capaz de supervisarme, mi madre quien sabe, a lo mejor habría acudido a rescatarme en llanto, porque de esa forma es la única que sabe, pero para ese tiempo ella ya había mentido y ya se había marchado, mi padre también, aunque al menos el no tuvo que mentir, solo se fue sin decirme nada, tal vez por eso, también, lo respeto más. El resto de seres humanos que componían mi círculo cercano hicieron el único papel que conocían, el de espectadores, y cuando se dieron cuenta de que no estaba, me sacaron temblorosa, llorando. El día era nublado, estaba lloviendo, por eso el río subió y estaba tan bravo, cómo la vida, igual que la vida, desde ese entonces hasta ahora. Valga decir también que lejos de victimizarme, yo siempre he sabido muy bien echarme las culpas, correspondan o no y al episodio del río volví en innumerables ocasiones, solo que las personas me cayeron con el pasar del tiempo bastante peor, y me las he zafado, a veces bastante bien, a veces por las últimas, pero sola.


Ya tras algunas noches sin luna, regresé a las orillas del río con mucha más tranquilidad, aunque continuara lloviendo, dejé que el agua me rozara los tobillos y removí algunas hojas sobre el fango y desde hace poco, curioso, qué curioso, cuando el agua me engulle en sueños solo me brota la risa; la llevo arraigada en los hoyuelos, ya saldé mis cuentas pendientes con Apolo y si he descendido al fin a la locura, bienvenido sea Dionisos.


El río para variar, a mis ojos, sigue creciendo siempre amenazante, pero qué más da, yo ya he dejado de tener cuatro años. 


 


(Imagen creada por Shelia Liu)

La Vía Láctea sigue precipitándose sobre Andrómeda, el agujero negro supermasivo cercano a la constelación de sagitario sigue engullendo todo a su paso, y yo, celebro gustosa ser una mota de polvo movida por la angustia y la convención social, efímera y en crisis, que arbitrario esto de existir y que problema realmente el de nacer. Viviré curiosa en pupilas dilatadas, memorizando significados y significantes, aprendiendo a distinguir los tipos de suelo, la fotosíntesis de las plantas, las derivadas integrales, los procesos del agua y cómo encajar en sociedad. Esta última, por supuesto, colocándose como la tarea más titánica de todas, en la vida no se me preparó para las relaciones saludables, para saber como tratar al otro, tener cuidado también, del otro. E ignorante para eso para más que nada, y eso que soy ignorante en tantas cosas, continúo desenvolviéndome en torpeza infantil, solo que ahora no hay recesos prolongados, ni mariposas lo suficientemente bonitas como para acaparar toda mi atención, la primavera por estos rincones tropicales del globo terráqueo ni se asoma y yo he comenzado a preocuparme más de tener que comer tres veces al día, pagar todas las facturas y hacerme responsable de las miserias que se recrean en la estirpe que me parió.


Y sin embargo, sin embargo, todavía me muero por encerrarme en una habitación helada, taparme de pies a cabeza con las sábanas, encender la linterna y perderme en los libros que me regalaban, deslizar los lápices gastados sobre las hojas de líneas blancas, blancas, y extensas, como la sin certeza cálida. Ya he divagado mucho acerca de la muerte y los caminos que me pueden llevar a esta, más, menos convincentes, el otro, los otros, qué sé yo de los otros, estoy harta de vivir sintiendo que no soy y que no me alcanza para ser. Sí, es evidente que quiero morirme, pero quiero morirme solo si he vivido bien, es mi rebelión personal, mi burla particular hacia los dioses: cargar mi piedra con gracia. 


Amablemente, hoy es uno de esos días en los que solo puedo pensar: ¡Qué se joda todo lo demás!

 


(Ilustración realizada por Xuan Loc Xuan)

Ah, el desasosiego, campa rampante sobre mis muelas y me deja sabor agridulce, a mañanas no concluidas a recuerdos desesperantes de la infancia, quien sabe, al menos soy lo suficientemente valiente como para no renegar de estos, allá que se nieguen responsabilidades los que son cobardes. Me hago cargo, cargo desde que tengo memoria, desde que debía levantarme, comer, vestirme sola, llevarme, traerme de la escuela y darme las explicaciones que esa gente adulta, muy confundida y con demasiados problemas no sabía darme. Así que es evidente que hacerse una buena vida, cuando intenta hacérsela uno mismo, es una tarea difícil y poco fructífera, mirándolo con serenidad adulta, no es de extrañarse siquiera un acápite de mis circunstancias actuales.


Me pregunto qué habrá sido de aquella muchacha, probablemente a ella, mis lamentos, limitaciones, mis tan pulidas, puntiagudas, cuadradas formas del mundo le importarían un carajo. Esa muchachita tuvo el corazón para sobrevivir a tanto, desde luego, yo no me le parezco en nada. Ella creía en los mañanas, en su versión edulcorada del tiempo, en un “yo creo en las hadas, si creo” de corte cronológico. Asumía que para los veinte ya no tendría miedo de la oscuridad y que tendría suficiente calidez en las muñecas como para seguir siendo buena persona, para nunca parecerse  a nadie que la rodeaba, para nunca ser cruel, perder los estribos, ahogarse en diecisiete botellas de cerveza o estallar en una crisis nerviosa. Y cuando le costaba creer, porque había días en los que francamente le costaba, se sentaba en el balcón con las mejillas ardiéndole de tantas bofetadas y dibujaba sobre sus folios blancos, era rebelde, amable y malcarada. Y hoy se ha perdido, todo eso, toda ella, se ha perdido por completo. 


Traen a colación los espectadores sus consideraciones particulares sobre el paraíso perdido, mi infancia fue un lugar plagado de monstruos y escapadas fortuitas, de incógnito, a prados violetas. Yo no extraño un milímetro de ese mundo plagado de sombras, de negligencias en bucle, en eterno retorno, no romantizo en lo absoluto los relatos que me contaban a luz de luna, no se me antojan nobles la miseria, el panfleto gastado del manifiesto comunista o la hoja gastada del dominical, a mi se me ha difuminado el carbón de las mejillas y nunca supe rezar con convicción alguna. Lo que extraño, lo que anhelo horrores, lo que me revienta de rabia y me hace maldecir mecánicamente sobre la mesa de cristal en la casa vacía, es mi vitalidad empeñada. Mis latidos repiqueteando en piedra, la frialdad sobre mis antebrazos marcados en sangre, el vómito atascado en mi garganta, la piel hecha huesos, la tristeza bajo la almohada. 


Me extraño a mi misma, sobre la barandilla del balcón bailando en las puestas de sol sin miedo al vacío, a punto de caerme, sola, con las columnas desmoronadas, pero riendo, danzando, riendo...

En una ocasión me escribiste sugiriendo que pensabas que el universo me había puesto en este lugar, por alguna razón, y que habías decidido confiar en mí, acto seguido me advertiste que no siempre habías sido una buena persona y me preguntaste si me importaba.

Las decisiones conscientes que abrieron nuestra conversación en paréntesis de incertidumbre, solo me hacen pensar en lo acogedora que es tu calidez, y en las tantísimas ganas de llorar que me produce. En lo mucho que he resignificado en tu mirada;

Lo que he crecido, y también lo que creo, de, en mí.


De junio del 2020


     

                                                                                                               (Ilustración realizada por 애뽈)

    Hoy es uno de esos días en los que no puedo pensar claramente, no he dormido, por eso mismo, debo escribir. He tenido mucho trabajo, me duele lo que tiene que dolerme, por cuanto haga falta, y la vida se me ha venido encima. Es este un escenario de los difíciles y he llorado bastante seguido estas madrugadas, la conclusión a la que me ha conducido el insomnio, sin embargo, es cuanto menos cálida, resisto tanto a creer lo que mis ojos no han visto, ni mi piel ha experimentado, que no voy, no puedo negar; me resulta extraño. He recorrido 365 días y he descubierto en mi mirada a una niña muerta de miedo, pero con ojos de luz, sonrisa escueta y piel abierta, esperando a ser tocada. Tomé una decisión difícil, difícil porque ni aun embelesada puedo ceder frente a lo otro, lo desconocido, lo irremediablemente doloroso, doloroso, dolor, mi vida ha estado tan llena de esto y apenas dimensiono; tu calidez ha sido un hilo de Ariadna.


Si, nuestra cercanía se traduce en convenciones asociadas a lo socialmente construido y aceptado como afectividad, para ser más concretos, afectividad sentimental, pero esta dimensión es apenas una pequeña pieza del repostero. Confieso que cuando estoy contigo mi piel vibra suavecita y tu espalda se siente en tacto de nube, calor de chimenea en los meses de navidad, de invierno. Me es fácil cerrar los ojos y anhelo siempre acariciarte, no pienso demasiado sobre estos impulsos, pero, sé, me alcanza para saber, que no me brotan de la nada, que hay en ellos una suerte de deseo consciente que trasciende la excitación torpe de los primeros días, días en los que no quería mirarte demasiado tiempo, por miedo a que notaras toda mi curiosidad e intriga.


 Llegaste despacio y con cuidado, siempre preguntando, un paso adelante de mi tosquedad, directo, breve, estructurado, estructuradísimo, pero tan paciente, amable y fuerte. Se sentía todo tan sencillo, en su puesto, en espacio propio... solo pude sentarme a tu lado y resignarme a querer estar cada día un poquito más cerca. Que bien se sintió tu tacto siempre, de verdad, nunca hubo miedo, supongo que esa debería ser la regla, no en mi vida por lo menos, tristemente. Tus dedos podían deslizarse por mi cabello, muñecas, espalda...recrearse en los pliegues de mi blusa, trazar el camino hacia mis pechos, darme tranquilidad, generar deseo, sugerir, avivar pura libertad. Por supuesto, a veces no sabía cómo ubicar las emociones y me quedaba extrañada observando tus facciones a contraluz. Más allá de lo físico, está el placer, que siempre me ha generado innumerables problemas, más allá del placer, está la confianza y luego, la calma. En mi método de observación científica, me ofreciste un resultado atípico y comencé a evaluar la veracidad de los epistemas. Volví al pupitre y no lo he abandonado.


Pero es que, no sólo he aprendido sobre los afectos, el acompañarse en pareja y todas sus implicaciones químicas. He aprendido, por causa natural, no porque haya motivos divinos, o en su defecto heliocéntricos, sobre la posibilidad de tomar decisiones diferentes, de vivir diferente. Amanecer en silencio y contemplar los átomos vacíos en color primavera. Y tal vez, tal vez por ahí está la respuesta, que no hay solo violencia, y que vale la pena tener fe y ser valiente, sobre todo, que puedo, que puedo permitirme tener fe y ser valiente...


Que lo merezco.





(imagen obtenida del blog de hintofvanilla)

Tengo los ojos perdidos en la estantería, reposando sobre los libros, descartando relatos, a manos temblorosas y sonrisas ciegas; no sé decidirme y no hay consigna que me convenza. Llevo atravesada la memoria de lunas llenas, suspiros pequeñitos, y tus manos acariciando la curva que lleva hasta a mis caderas, en sexo y en calma también, porque en tu piel hay placer, pero también sosiego, pura incertidumbre. Estoy muda, soy torpe y tengo mucho miedo, pero créeme, te quiero.

 

(Moonlight lady, René Gruau)

No quiero tiempo de reflexión, estoy harta de jornadas interminables que finalizan en despedidas. En siempre sucumbir a las marchas anunciadas, tengo el reclamo infantil atravesado en la garganta y no sé cómo lidiar con mis muchos miedos del pasado. Me siento sola, a la mitad, insatisfecha, como cuando niña. Solo que ahora en mis pupilas ya no hay esperanza, arde en fuego la angustia y no sé como hacer constructiva la rabia, he aprendido a hacerme cenizas, hábito adquirido bajo las sombras del cerezo que nunca ha florecido y estoy tan rica, llena de luz de luna, tengo la voz dulce y las manos suaves; puedo dar y ser tanto, pero no sé cómo.

(Ilustración realizada por 초록담쟁이 greenivy76)

Que niña tan fea, tan fea, con los ojos escarlata perdidos en hidra, dibujando sobre las nubes formas de mariposas monarcas y profetizando huidas agendadas en el calendario.

Muda sobre las espinas de los rosales, sonriendo y desangrándose, con el pelo cortito casi al nivel de la quijada, escuchando noche a noche a los grillos rechinar por las rendijas de las ventanas, malditos grillos, maldita muchacha.

Cantando poesía impregnada en cartulinas baratas, la boca sabor sal, los pies ligeros, la risa eufórica, cariño entregado en dibujos de formas redondeadas, consignas pequeñitas de esperanza, terrible niña, porque ama. 

Ordenando libros sobre la estantería, contando cuentos en la terraza, roce de pestañas, piel, abrazo pactado, confianza terca, infundada, embaucada.


Triste niña, fea y abandonada.


(Ilustración por Ouzo Kim)


La melancolía se escurre lenta sobre mi cuerpo, ondulada en las caderas, tengo los ojos fríos, fríos, acechando tras los matorrales piezas de caza y no me nace la compasión, que me importa si sufren; me han entregado el infierno, encerrado en la oscuridad, recreándose en mi dolor. La voracidad me arde en las entrañas, tengo hambre, tanta hambre. Bajo mi piel se desliza el monte seco, roído, no sé si soy bruja, víbora o pantera, insensible, fría, puta o frígida. Que truenen los huesos de las presas, se sofoquen sus chillidos en la luna llena, excusas, justificaciones, mandatos, súplicas…


Que desesperen, que mueran.



(La primavera, Sandro Botticelli, el caminar de Flora, detalles)

En mis ojos se enciende la sospecha y guardo en mi puño apretado los impulsos irremediables de salir corriendo. Se desperdigan en, sobre mi cuerpo, una calidez abrumadora, una tranquilidad que repta en forma de boa y los gritos se pasean por mi garganta, contenidos. Cuento del uno al diez con la vista sobre el firmamento y me pierdo en constelaciones de desconcierto. Indecible, libre, incierto, sin dádivas ni anhelos de por medio. 

Tersa sobre tus manos estructuradas, bajo tus sábanas, ahora, por ahora, solo quiero seguir gimiendo.


(El nacimiento de Venus, Sandro Botticelli; flores detalladas)


Once lunas, y once transmigraciones auspiciadas por los vaivenes comunes, tan típicos y usuales en las rutas que entretejen el fluir de mi existencia. Tal vez, Minerva se ha compadecido lo necesario de mí y he aprendido a temerle con suficiente insistencia a las pasiones que se regocijan en los espacios mudos de mis clavículas; donde reside Dionisos y en donde se recrean mis impulsos inevitables, mis errores, la vida y su espacio destinado al tormento y la felicidad. He dedicado todos mis esfuerzos en piel, carne y huesos crudos a lidiar con el vacío que se extiende hondo desde mis pupilas hasta el pecho, he mirado sin titubear muchas veces los ojos cristalinos de Tánatos y aunque he sufrido enormemente, no logro deshacerme de mi esencia venusiana, he aprendido a habitar en los silencios, en los trazos redondeados de las letras que se plasman en mis cuadernos, en las constelaciones del sur que son fuego y verano, en los ojos color ámbar, en las promesas de mejores mañanas, en donde para variar, no hay otros, ni nadies, en la inminente colisión entre Andrómeda y la Vía Láctea, en la emoción de aprender y en el delirio de que volveré, y si no, en el de que al menos, aún queda algo de mi, que no es demasiado tarde, que no me dejaré ser solo a medias.

Engendrada por caos, remitida a su simbolismo mitológico, que es origen de todo universo, no voy a permanecer eterna bajo la mirada severa de Marte, que más dará cuanto pierda, me pierda.

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Estudiante de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Existo porque leo, escribo y me rebelo.

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