(Ilustración realizada por James Olstein)
Mi respiración acompasada se perdía en el aroma amargo de la taza de té que reposaba en la mesa de madera, eran las seis de la tarde y los oficinistas del centro paseaban por la avenida nueve de octubre, el Asian Coffee Roaster ofrecía mimosas a 2x1 y el lugar estaba repleto. Revisaba un libro de la pila, y tipeaba a conciencia en la computadora, el final del semestre había llegado y con ello, también una infinita lista de trabajos solicitados a 20 dólares por cada burgués de cuarta. El estruendoso arrastrar de la silla me sacó del ensimismamiento. Llevaba una camiseta celeste de botones apretados, el pelo hacia atrás y su bolso de trabajo sobre el antebrazo, como siempre. Le brotó el discurso ensayado, el que practicaba cada mañana frente al espejo desde que tenía 15 años. “Que pereza” pensé, “ya tiene veinticuatro”.
-¿Llevas mucho tiempo esperando?-parpadeé dos veces hasta caer en cuenta, coloqué mi cabello tras la oreja, y sonreí, yo también había estado ensayando durante largo tiempo.
-Ah no, no te preocupes tengo en serio, mucho trabajo que hacer…-el muchacho, sin permitirme terminar como de costumbre, se hizo de oídos sordos y comenzó a remover los libros que tenía apilados, sin reparar, uno a uno. Albert Camus y los Justos, Sartre y a Puerta Cerrada, Bertolt Brecht y Madre Coraje, mis lecturas sobre sociología y urbanismo, ideología, pensamiento crítico, y el enorme set de fotocopias sobre introducción a las Relaciones Internacionales, de repente me sentí irritada. Oh, claro que había dejado de esperar-como puedes haberte dado cuenta luego de desordenar y revolver todo el material que tengo que revisar.-puntualicé.
-¿Qué pasó? ¿Te enojaste?-me miró condescendiente-Si te pido una torta de manzana con nueces ¿Me perdonas?-ah, valiente redundancia que el susodicho concebía como dulces dádivas y sorpresas. “Has aprendido a ser considerado, impresionante, ¿Te aplaudo?” recité muros adentro mientras dirigía mi mirada resabiada por la estancia, alguien había intentando hacer un mal dibujo de la vía láctea con tizas blancas y moradas. Mi vestido era morado, y recordé así, sin saber porque, que la galaxia en la que habitaba, bueno habitábamos, él, los oficinistas, yo y otros siete billones de seres humanos, se desplazaba a dos millones de kilómetros por hora y de pronto, solté una carcajada.
-Que absurdo-murmuré y sorbí los últimos rezagos de té verde, estaba dulce-han pasado ocho años-agarré mis libros delicadamente, deslizándolos por mi mochila-he dejado de llorar cuando me insultas, de insistir cuando te equivocas, ni siquiera me gusta estar cerca de ti, a veces, me aterra-levanté la mirada y él tenía las manos apretadas, el corazón me latía en la garganta-no, ya no me gusta la torta de nueces con manzana, al infierno con eso de perdonarte. -El ruido rasposo de la silla atorada me resonó en el alma, caminé dando tropezones y chocando en el camino hacia la puerta con algunos camareros.
Afuera del restaurante, las luces de los faroles se difuminaban carretera arriba, hora punta y los cláxones me reventaban los tímpanos, mi mochila pesaba, como seguramente le pesaba la piedra a Sísifo, solo que esta vez, pesaba menos. Tenía veintitrés años, comenzé a caminar firmemente, no eché la vista atrás ni una sola vez. Y la vía láctea siguió precipitándose hacia la constelación de Hidra.