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María Candela

by - April 08, 2020



El ruido del tren se escuchaba en un eco distante. Las estrellas aquella noche se habían alineado, prediciendo un singular destino. La luna taciturna e indiferente se reflejaba en los cristales de aquel gran ventanal. Apostado en la séptima avenida de aquel pequeño pueblo. El llanto que rasgó la noche, heló la sangre del oráculo.

Los ojos azules que pronto se tornaron pálidos y grisáceos se cerraron complacidos en un suspiro de alivio. El ser que rebosaba la vida que había robado de su progenitora, miraba inquieta el nuevo escenario del que sería protagonista.

Un hombre lleno de polvo, con un corazón podrido por el óxido, lloraba desconsolado a la luz del candil. Aferrándose a una pequeña mano, que contra todo pronóstico, sería capaz de quebrantar siglos de cadenas.

María Candela observaba con sus impasibles lagunas azules la ejecución de todo cuanto amaba de un mundo, que a pesar de ser lúgubre le ofreció todo el calor que en vida, la frívola corte fue incapaz de concederle.

Aquella noche, cuando el poblado minero fue incinerado hasta los cimientos, cuando fue arrastrada en contra de todos sus infantiles deseos, se consagró a sí misma como hija del dolor, del rencor, de una inminente venganza.

Su nueva madre, pronto se cansó de susurrarle canciones de cuna. María Candela formaba parte de una infinita colección de muñecas de porcelana que se abarrotaban en las vitrinas de aristócratas y nobles. 

Entre gritos desgarradores, entre un fuego invisible que abrasaba su piel, se deshizo noche a noche entre sábanas y pesadillas.

Aquel mundo superficial, marcado por el poder y la intriga le enseñó trascendentes lecciones. Entre ellas, la conveniencia de la traición en un mundo de traidores.

Doce años después bajo el augurio primaveral de una noche de Marzo, María Candela tiznó su rostro con ceniza de carbón. Recorrió lentamente, paso a paso las habitaciones de aquella abandonada mansión.

Toda la fortuna, sus padres adoptivos, la corte, aquel mundo gótico que pretendía conocérselas todas ya no existía. Aquella noche se vio a sí misma como una pequeña niña. Contempló desde algún lugar de su lúgubre corazón, el júbilo.

Cuál palacio de cristal, cual civilización de papel, las mansiones vacías ardieron hasta el amanecer.
Cuando un grupo de mensajeros reales llegó,  un verde campo se extendía a sus pies. No había ceniza, ni un amago de fuego.  Alertados por carcajadas sinceras descendieron hasta el centro del antiguo pueblo.

No hubo mayor descubrimiento, tan solo una pequeña niña de ojos azules riendo inocentemente al viento.

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