Tengo las pupilas dilatadas en cobre, es de noche y mientras bailo despierta entre la cima de libros recostada en mi velador, me doy cuenta: de que han pasado cinco años, de que poco me reconozco.
He dejado de tejer mentiras en mi largo cabello y he perdido todas las certezas embaladas en nana de cuna. No vivo ya en un cuarto pequeño arrendado en Urdesa Central y hace mucho de la primera noche en la que entoné “canción para mi muerte” de Suis Generis al vaivén de un vaso de aguardiente puro. Ha pasado la carrera, y también, mi último intento de suicidio.
Empiezo a comprender que he crecido, ganado, más de lo que esperaba, y que, por lo tanto, también voy a perder demasiado: esa chispa, pequeñita de euforia,consignas críticas y fracasos ácidos; en esta ciudad de injusticias he contemplado mi relato familiar y la subversión de mi carácter, he llegado hasta el ocaso de los ídolos y la verdad, poco me hará sentirme alguna vez tan valiente y también, tan feliz.
Durante setecientos días he realizado un ejercicio constante de mea culpa y me he reconocido en todo lo decadente, vulnerable;
Voy a extrañar el sol asfixiante, las luces desperdigadas en la escultura de Juan del Pueblo, mi paseo por la vereda de la Universidad de las Artes, los cigarrillos cereza sabor brea, a contraluz, perdidos en la melodía de las discotecas de las Peñas. Mi rabia proyectada en pancartas de cartón y reclamos infantiles enardecidos.
La tranquilidad de la vista del Riocentro Norte desde el departamento de mi mejor amiga, Hector Lavoe entonando mi trayecto en la línea cuarenta y dos luego de mis sesiones de psicoterapia, el haberte encontrado y tus caricias suaves en noviembre veintidós.
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