El no saber querer

El corazón me palpita lento; pero no me aflijo y tampoco entiendo, no sé si se puede amar lo que se desconoce y en ese sentido; yo soy solo desconocimiento.
Los brotes de polen en plena primavera me narran sobre nanas de calma y de cuna en las que tal vez, pude algún día, haberme arrullado; pero no hallo razón para dar en ello cabida a lo “verdadero”. No conozco de certezas y he descubierto que me aferro con rabia a la consigna “libertad”, me aburre pensar en sonatas eternas y en cuentos sin finales abiertos.
No me he abierto la piel en noches blancas para tejer sobre ella melodías románticas de placebo hilarante: así que no doy pie al porvenir y no creo en las promesas.
Deambulo en melancolía lobuna desde hace largo tiempo, no existe argumento, construcción o dádiva que me convenza de hacerme por (para) un otro y mis fogatas siguen quemando anhelos viejos, tan viejos como estériles. No negaré, tampoco; tengo mucho miedo, porque solo sé estar sola y decantarme por toda ruta que me lleve a lo lejos, a lo remoto, a la solución patética de vacío recurrente.
No me eximen estas conclusiones, de suavizar el tono de voz y sentirme a gusto en el calor prestado, de abrazar y acoger las vibraciones minuciosas de una piel suave; de besar despacio, de fruncir el ceño en medio de las intenciones conscientes de experimentar sobre (en) sexo, placer, deseo.
Me gusta contemplar las motitas de polvo sobre mis pestañas y hundirme en la calma torpe, en el descubrimiento constante de que no puedo adjudicar categoría o naturaleza a lo que siento o a mis demostraciones de afecto; ni me esperan, ni espero.
Y por eso, tal vez, solo tal vez, alcanzo a divagar e incluso hasta proponer que; el no saber es mi forma genuina de querer, sea lo que sea, que eso signifique, sea a dónde sea, que eso me lleve.
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