Cuando era gratamente pequeña, las trivialidades se me antojaban hoscos y profundos barrancos. En aquellos lugares solitarios; en medio del oscuro páramo, cuando el crepúsculo desaparecía, echaba a llorar. Allí abandonada, aterrada de los monstruos que me miraban desde los arbustos, hallaba cierta paz.
Hoy vuelvo a noche a noche, ni el páramo es tan solitario, ni la noche tan oscura, tras los arbustos ya no hay sombras. El barranco, sin embargo se me antoja aún más hosco, más profundo.
Ya no hay llanto de por medio, poco a poco he asumido que no he dejado de sufrir y que he comenzado a morir en vida.
0 comments