Bitácora de un destierro
Con el corazón tierno, ingenuo y pasivo, contaba aún con los dedos de las manos. Los grillos iniciaron el coro nocturno con habitual parsimonia cuando el rayo feroz de una ametralladora se abrió paso reventándole los tímpanos y el alma. El fuego se abría paso de bando y bando, con rabia, sin piedad, con total desprecio.
De los matorrales una sombra gigantesca que se le antojaba monstruosa se abalanzó sobre él, entre frenéticos y confusos silbidos. El peso muerto estalló en sangre, recorriendo la mitad de su rostro. Frente a él, unos ojos de carbón lucían feroces y extasiados. El autor de la bala apenas sobrepasaba la media década recorrida en este mundo de infortunios.
Cuándo el sol salió, la pólvora y la sangre se habían disipado. Su rostro profanado y sus cuencas vacías propiciaron un llanto infinito en su madre. Ese es el tipo de dolor que nunca prescribe. El poblado estaba hecho al luto, habían quizás entendido, para su desgracia, que las ideologías son a prueba de balas. El funeral de su tío fue rápido, seco, pero sentido. La muerte vestida de blanco caminaba impasible junto a la comitiva. Nadie podía verla, nadie excepto el.
Cuando su madre aquella noche le pidió perdón entre palabras ineludibles, no se sorprendió. Tampoco lo hizo cuando tres días después lo embarcaron en un camión rumbo al norte, donde sin duda le esperaba el destierro.
Eran las seis de la tarde, los grillos enmudecieron, la profecía del ángel vestido de blanco se había cumplido. Los dioses cobardes no responderían a sus plegarias, de nada le serviría pedir perdón a los cielos cuando estos consentían el despliegue de los tanques.
El auto se puso en marcha, tenía el alma atragantada en la garganta, los ojos llenos de dudas y acertados reproches. El aullido de un coyote desgarraba el silencio de puro dolor. Las estrellas con las que no había nacido lo miraban impasible, trazando con su destello el camino de aquel exiliado del sur.
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