Personas

Apostaría, me atrevería casi a asegurar, que este, de entre todos, es el primer escrito que realizo desde el desasosiego. Contemplando desde las luces fluorescentes mis vínculos con el mundo. Desde la indiferencia propia del dolor, de la incapacidad de hallar respuesta: que es más humana que nada y, tal vez, en nuestra corta experiencia generacional, más cierta que nunca, aunque sólo sea temporal.
Vivo a diario, perdida en una nebulosa de espacio, insertada en la nostalgia de un tiempo en el que la noción del mañana era ingenua y perezosa. No sé que sería de mi, sin el recuerdo recurrente de una puesta de sol y las rodillas empolvadas entre el tarareo de las cadenas oxidadas del columpio. Y Caigo, ingenua, en mi piel de veintitrés relatos; que se comienza a resquebrajar bajo la luz de noviembre, que, es todo lo que tengo para ser feliz:
Mis ojos castaños, sinceros, mi pelo desordenado y la promesa sellada en mis labios: de que podía ser noble, valiente y volar en un dragón de escamas zafiro.
Y solo sé que ahora; estoy aquí, convencida de que mis preludios de cuentos fantásticos han hecho bien de perderse entre páginas de suposiciones existencialistas, reafirmadas bajo la premisa más aplastante: que el absoluto está muerto y que la vida, es solo sufrimiento.
Me pregunto si a ojos de una noche blanca de verano de hace once años, me veré tan ridícula y patética como me lo figuro.
No sé como querer; porque no me enseñaron-como a todos-y entonces voy a tropezones conciliando mis anhelos de amor con mi tosquedad, torpeza y sobre todo, ignorancia. No sé qué tan bien me está saliendo. A veces, siento que desprecio profundamente todo lo que me une a un mundo que con los años, no ha hecho más que tatuarme consignas dolorosas en la piel. Que mi corazón no conoce otro sentir que la rabia que engendra la inconformidad de los sucesos imborrables.
Y cuando las veo, a las personas, me pregunto si el cariño, el afecto, la ternura, el respeto que me inspiran tienen alguna carretera de salida...He aprendido tan bien sobre lo crueles e indiferentes que pueden llegar a ser; y me acerco desde el recelo y el convencimiento absoluto de que la herida es inevitable. Así que, decido ignorar a grandes rasgos el impulso inevitable de aferrarme a su calidez. Me alivia tanto, tantísimo pensar en la siguiente movida, en la ruta de emergencia, en lo inminente de la partida; en nuestra despedida.
Y así, parece que su belleza, tormento, su templaza y su injusticia, me pesan menos. Puedo jugar a desvalorizarlas, comprender su condescendencia muda, sus anhelos existenciales lanzados a un lienzo de acciones ciegas; su intento desvivido de subsistir a la angustia de lo inevitable; a las heridas proféticas; y en ello, en lo irremediable de su andar, estallan mis contradicciones. No somos en el fondo, tan diferentes: ahogados en nostalgia, miserables y condenados a repensarnos; en las limitaciones y niveles que correspondan.
Si esa certeza pequeñita me mantiene en pie bajo un árbol de figuras deformadas a contraluz, entretenida, tratando de darle explicación simbólica a sus encajes y bordes…Entonces... ¿Por qué a veces siento que las quiero tan poco?
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