Es de tarde, ciertamente de tarde, la luz suave se filtra por mi ventana y se dispersa en las paredes blancas, es siempre, es solo, mi cosa favorita del hogar, hecho en cuatro paredes, desordenado, tan vacío y tan solitario, propio, en síntesis, mío, después de todo. El calor es sublime y mi habitación acogedora, tan acogedora que es ajena a lo efímero, me da igual haber perdido o amado y esos recuerdos, felices o ingratos. Cuando uno aprende a ser libre, rara vez, hay vuelta atrás. Me descubro a veces tan egoísta, sufrida, y viva, tan viva...tan perceptible en consigna, con tantas ganas de experimentarme en carne, en prosa, destituida de la convención, y lejos, siempre lejos, como ejemplifica mi condena de infancia, pero sin tanto dolor, sustituida la necesidad, al vaivén de la única raíz que me sostiene, y aunque es casi que un paraíso entregado en bandeja de plata, se siente tan amargo. El desasosiego, la resignación, el aprender a evadirse de la maldad y sobre todo de la estupidez. Tengo veinticinco años y he aprendido pronto a estar sola.
En soledad, a veces, me pisa los talones la culpa, esa que regresa en palabras mal estructuradas, dispersas y danzantes en la ignorancia hacia la tradición, en la majestuosidad del error y las concesiones de la mentira: Que es mi culpa, que debo querer según el decálogo, comportarme en ruta de la moral del amor ciego, abnegado, perdonar, distraerme, conformarme con la lujuria, ni siquiera de lo cotidiano, de lo mal ensayado y resistir, resistir los afectos nauseabundos, las sonrisas cálidas y los insultos soslayados en los dientes de cristal y el deseo ajeno en imposición. Poseída y negada a ser. Por suerte, es culpa, tan solo culpa, aunque legado, desdibujada, naúfraga de la venganza involuntaria y sobre todo, de mi partida, a esta última, sí que podemos referirnos con justicia.
Frente al espejo, con mis ojos rectos y estructurados, resultante del estado de confusión, en ocasiones, me admito la necesidad de celebrarlo: eso del reproche, eso de mi premiada indiferencia, mi terquedad, mi furia-toda mi furia-la histeria, la herida. La acusación de no ser la mujer buena, la conveniente, la necesaria, la inacabada, la que no entra en el molde de lo adorable o siquiera, respetable, bajo consigna cristiana, cruel y desagradecida, torpe, tan torpe, con la lengua enredada incapaz de repetir el dictamen del libreto y sentirse feliz de enamorarse en tres días y dejar como derivado, cerca de seis muertos. Ni soy suficiente, ni soy Julieta, y tu, constituido en Romeo, francamente, puedes irte al infierno.
El sol es casi traslúcido y me filtra la piel desnuda, cicatrizada, sonrío, y llega la carcajada en hiel, las brujas no siempre arden en las hogueras. Y, después de todo... ¿A quién le importan los finales felices? Las victorias agridulces bastan y sobran, aunque estén, aparentemente, tan infravaloradas.