Bitácora sobre el cuerpo
Capítulo 1: Cuerpo y dolor
Hablarme al espejo iluminado siempre ha sido complicado; durante mucho tiempo me he observado a contraluz y he odiado cada palmo de mi cuerpo. Mis explicaciones están de más; siempre pensé que la fisionomía era carcasa y que en las prescripciones de ser mujer se incluía el convertirse siempre en objeto de deseo. Yo no aprendí a quererme y estuve siempre sujeta a lo que se me enseñó a maltrato vivo: que el consentimiento no existe y que quien te quiere, que es siempre cercano, puede “jugar” contigo como desee. Nací en una familia que aprende a rezar el rosario antes de que se les caigan los dientes de leche, y estúpidos, negligentes, criaron a Adán siempre violador y abusivo con saña; como dicta el evangelio.
Ingenua yo, supongo, ignorante en toda regla, me “enamoré” de la convención social más celebrada de “hombre”, sucedió en la humedad de la mañana del noviembre en el que morían mis quince años. Y él, aunque armado de ojos necios y risa de niño, también tenía piel de oveja y carácter de lobo. En ese pueblito devoto, tan alejado de la mano del señor, mi primer “noviecito” también había sido criado sútilmente bajo las consignas que hacen a un maltratador; “hombres de bien” finalizan los amorfinos, que sé yo, algo así será.
En resumidas cuentas, que me desvistiera cuando se le antojara, que el dolor y el placer los confundía yo, estúpida e inexperta, que era una floja y que, ¿Cómo me atrevía a hacerle gastar preservativos por gusto?, y, que, qué, importaba si dormía o si lloraba...Y que, cuando tuve veinte y le dije “no” continuó, y a breves rasgos, me violó. Él, que también me llamaba puta, mientras planeaba futuros a tinta de romance y absurdos, hizo con mi cuerpo, lo que mi primo, el padrastro de mi prima, el inquilino del piso de Barcelona central, el hombre en la furgoneta blanca parqueado a las afueras de un parque en Tarragona, no pudieron.
Poca coincidencia, que cuando se marchó por fin, las pesadillas en las que un hombre sin rostro hecho de sombra negra me perseguía, también se fueron.
Capítulo 2: Soledad; y luego cuerpo
Tenía veintiuno cuando al finalizar una novela de terror, me llevaron los pasos infantiles a perderme por las sendas del minotauro, olor a eucalipto y brea, hasta la puerta número doce, donde vaya; me diagnosticaron. Resulta que no, que vivir en constante ideación de lo suicida y abrirse la piel en tristezas desbordantes no eran estadíos ordinarios de la existencia; al menos no siempre para los otros, para todos. Bueno, entendido, al menos eso cubría las dudas recurrentes sobre los estigmas. Hacer un balance de responsabilidades fue una operación complicada; casi me quedo sin respuestas y casi consagro en whisky, tequila, vodka y ron, mi camino hacia el averno.
Seguía yo siendo puro cuerpo; así que comencé a hacer silencio; me vibraba lento entre los poros de la piel todo lo nauseabundo y lo violento. El no, comenzó a dibujarse sereno y estricto, en las manos que ponían distancia, en la bilis que me recorría las papilas al roce indeseado, en el cuerpo tenso, en lo estéril, en negación. Resulta que palmo a palmo de piel, extendida y recóndita, me pertenecía. Y como me pertenecía, las culpas me eran inservibles.
Coloqué montañas de libros, cómics, películas y canciones de mi infancia en la puerta de mi habitación y susurré tranquila noche a noche las consignas que amortiguaban la llegada del monstruo, me prometí muy segura; tan dócil muros afuera, que me iba a mantener en mero ejercicio de mea culpa y que me iría lejos, tan lejos como mi valentía me lo permitiera y mi arrogancia me acompañara. Tomé fuerzas, en invierno, en sintonía de la primera nevada clavé mis uñas moradas y desgarré el papel de túl que me habían colado en la maleta. Dormí bajo una luna llena perpetua. Me desviví, lloré y leí. Regresé a conciencia de que era solo carne y que venía a imponer un solsticio de hielo.
Yo no voy a desgastarme insinuando que fui “una mujer buena”, al infierno con eso; yo solo estoy contando mi relato de supervivencia.
Capítulo 3: Deseo, placer...cuerpo
Tenía veintitrés y llovía, subí las escaleras del puente ambulante tarareando el estribillo de “mi vecino Totoro” me descubrí empapada, alegre y amable, de piel tersa. Abrí mi libro favorito sobre la baldosa gris y dejé de escuchar el chirrido insistente del columpio. Al cuerno con las convenciones, llegó la noche y la puerta estaba abierta.
Mi habitación olía a lavanda y por primera vez sentí el abdomen tenso, el tacto agradable, palabras coherentes en la punta de la lengua y el deseo consciente de que unas manos amables y estructuradas me recorrieran la piel.
Caminé descalza en el agua helada y me llevé un manojo de dientes de león, aunque nerviosa, torpe, quede convencida y excitada en la iniciativa de contar constelaciones amables, fugaces, efímeras.
Me perdí en un orgasmo lento y profundo; me pertenezco palmo a palmo, extendida y recóndita.
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