El rincón de lila

De omnibus dubitandum

 


Ilustración realizada por Glenn Thomas

Hace un año, me encontraba bajo las sábanas, transpirando humedad, con una camisa celeste a la que le sobraban tres tallas, bastante confundida, asustada y también, enojada. Era un enojo sutil, una chispa leve que flotaba por mi estómago y que me llevaba a la certeza contundente de que; probablemente me estaba equivocando y de que probablemente no iba a funcionar, porque, al final de cuentas; ¿Qué acaso ha podido funcionar?

Y mientras la chispa seguía flotando, tenía los labios apretados y quería permanecer tan fuera de la mirada y del tacto del otro, como de las certezas que edifican mi terquedad y que me hacen querer abandonar todos los puentes que me unen al mundo, antes de si quiera intentar cruzarlos. Si pienso, que invitarme a caminarlos es un acto de insensatez e irresponsabilidad absoluta cuando no se pueden asumir ni los riesgos ni los daños. Si entiendo, sin embargo, después de todo, que no a todos les ruge en las tripas la necesidad de la premonición. Que importa, las omisiones también son una muestra de crueldad. No importa cuando o de que forma sobrevenga la noción de haber errado.

Oh, y claro que puedo mantener los labios apretados y albergar un espacio para la comprensión rotunda; una vía alternativa al eterno retorno y tratar de desbaratar mi propio lenguaje de ausencias y distancias, y entiendo, y significo, lógica, muy lógicamente.

Pero no sé perdonar;

Y ya no hay chispa alguna,

Estoy ardiendo.

 

 

El solsticio de invierno ha llegado y también la necesidad de estar sola, de volver a mi espacio taciturno, cada vez más vaciado, con menos sentido, pero mío, al fin y al cabo, mío al final de todas las cuentas. He transitado estos últimos meses en la sin certeza y el reencuentro, no he puesto una letra en el folio en blanco, porque estaba danzando y sufriendo en el naufragio, y solo sé, ahora y para siempre, que no hay vuelta hacia atrás, ni camino de retorno.

He transmutado en fiera.


(Ilustración realizada por Heo Jiseon)

El tiempo es una herramienta de medición ilusoria, claro, pero en efecto, los cuerpos si se desgastan y las transmutaciones nunca cesan, la sensación de naufragio existencial no es sin embargo tan abstracta y a veces uno es pura carne y puro hueso, a veces, toca ser, pura carne y puro hueso, porque después de todo la vida en su aplastante circunstancialidad abarca mucho más que solo aquello que queremos. ¿Qué decir? Es entonces cuando pierden un poco de sentido las sendas de redención, y es cuando, en luna llena y pozo sin fondo, con las estrellas resplandeciendo insignificantemente, reunir valor, también es resignarse.

Esa soy yo, perdida y resuelta, con veinticinco años y los ojos ciegos divagando en Marte, hecha carne y hueso, porque Venus es engañoso y autocomplaciente y estoy francamente hastiada de la autocomplacencia. Y soy yo aferrada a las certezas, porque son todo lo que resta.

Recuerdo que los días eran cálidos y húmedos cuando la primavera llegaba y los brotes de fresas comenzaban a ponerse colorados. Eran esos días en los que solía correr hacia mi rincón preferido de la escuela y cavar un hoyo con las dos piernas simultáneamente. Como resulta evidente, esta no era una tarea que realizaba en solitario, generalmente me ayudaban tres o dos amigas más, y es que el resultado siempre era fascinante, no importaba cuantas veces lo presenciáramos, ver brotar un montón de bichitos, cada cual más peculiar que el anterior era todo un espectáculo. De entre todos estos, los que más me llamaban la atención eran sin duda las chinchillas, aunque por aquel entonces las reconocíamos popularmente como “los bichos bolas”. Estos curiosos animalitos me sorprendían siempre, porque parecían tener una coraza dura, pero bastaba rozarles suavemente la superficie del caparazón para que se envolvieran sobre sí mismos y se protegieran del mundo, ellos, los mismos que a primera vista parecían tan fuertes. Estas exploraciones de recreo siempre concluían cuando les construíamos un refugio, las habitaciones las realizábamos a punta de abrir agujeros en el barro con una ramita y de aperitivos siempre les dejábamos hojas. Eran otros tiempos y todo podría haber sido tan diferente.


Podría.


Ilustración realizada por Heo Jiseon

Las aceras grises y la luna menguante, blanca, el cielo oscuro y el aire ligero, helado, heladito. Tu sonrisa escueta y las luces de navidad intermitentes, el tacto de tus manos anchas sobre mis hombros, el embrujo conjurado y la infelicidad rondando la comisura de los labios: extraño ese momento, momentos. Han pasado cerca de tres meses y toda la calma a la que nos entregamos en aquellos días parece haberse reducido a cenizas bajo la mirada de Marte. Las noches frías en las que descansaba contemplando los reflejos de luz sobre tu espalda, las peticiones mudas de dormir, cerca, cerquita, sin nada de ropa. El calor trepándome por el abdomen en las mañanas y los orgasmos recreándose en mi garganta, la suavidad de tus dedos sobre mis mejillas y la calidez de tu abrazo. Nuestros pasos perdidos por las escaleras de piedra, los pajaritos contemplando el atardecer a las orillas del río y la sorpresa: de tu proximidad, del miedo, de las certezas. Esas horas fueron el preludio de mi primer “te amo” y ya no hay contingencia, ni dádiva, ni excusa, me olvidé de como dar los pasos hacia atrás.

Ya no hay retorno ni para lo uno, ni para lo otro.


(Ilustración realizada por Kelogsloop)

Es de tarde, ciertamente de tarde, la luz suave se filtra por mi ventana y se dispersa en las paredes blancas, es siempre, es solo, mi cosa favorita del hogar, hecho en cuatro paredes, desordenado, tan vacío y tan solitario, propio, en síntesis, mío, después de todo. El calor es sublime y mi habitación acogedora, tan acogedora que es ajena a lo efímero, me da igual haber perdido o amado y esos recuerdos, felices o ingratos. Cuando uno aprende a ser libre, rara vez, hay vuelta atrás. Me descubro a veces tan egoísta, sufrida, y viva, tan viva...tan perceptible en consigna, con tantas ganas de experimentarme en carne, en prosa, destituida de la convención, y lejos, siempre lejos, como ejemplifica mi condena de infancia, pero sin tanto dolor, sustituida la necesidad, al vaivén de la única raíz que me sostiene, y aunque es casi que un paraíso entregado en bandeja de plata, se siente tan amargo. El desasosiego, la resignación, el aprender a evadirse de la maldad y sobre todo de la estupidez. Tengo veinticinco años y he aprendido pronto a estar sola. 


En soledad, a veces, me pisa los talones la culpa, esa que regresa en palabras mal estructuradas, dispersas y danzantes en la ignorancia hacia la tradición, en la majestuosidad del error y las concesiones de la mentira: Que es mi culpa, que debo querer según el decálogo, comportarme en ruta de la moral del amor ciego, abnegado, perdonar, distraerme, conformarme con la lujuria, ni siquiera de lo cotidiano, de lo mal ensayado y resistir, resistir los afectos nauseabundos, las sonrisas cálidas y los insultos soslayados en los dientes de cristal y el deseo ajeno en imposición. Poseída y negada a ser. Por suerte, es culpa, tan solo culpa, aunque legado, desdibujada, naúfraga de la venganza involuntaria y sobre todo, de mi partida, a esta última, sí que podemos referirnos con justicia.


Frente al espejo, con mis ojos rectos y estructurados, resultante del estado de confusión, en ocasiones, me admito la necesidad de celebrarlo: eso del reproche, eso de mi premiada indiferencia, mi terquedad, mi furia-toda mi furia-la histeria, la herida. La acusación de no ser la mujer buena, la conveniente, la necesaria, la inacabada, la que no entra en el molde de lo adorable o siquiera, respetable, bajo consigna cristiana, cruel y desagradecida, torpe, tan torpe, con la lengua enredada incapaz de repetir el dictamen del libreto y sentirse feliz de enamorarse en tres días y dejar como derivado, cerca de seis muertos. Ni soy suficiente, ni soy Julieta, y tu, constituido en Romeo, francamente, puedes irte al infierno. 


El sol es casi traslúcido y me filtra la piel desnuda, cicatrizada, sonrío, y llega la carcajada en hiel, las brujas no siempre arden en las hogueras. Y, después de todo... ¿A quién le importan los finales felices? Las victorias agridulces bastan y sobran, aunque estén, aparentemente, tan infravaloradas.


 Los pétalos de rosa caen secos sobre el pavimento y la luz se escapa con el sol, desapareciendo, engullida por las nubes color ceniza. Me tiembla la barbilla, y estoy nerviosa, en la confusión, desvaída sin saber qué hacer, cómo hacer, para qué hacer. Hecha vísceras de la rabia y contenida en un receptáculo de hielo, calculando en fundamento del error, sin más herramienta que la de ser en soledad y distancia, ser en carne, en sangre o hueso, transfigurar de lo deseado a lo nauseabundo.

Son las cinco de la tarde, llueve tras el cristal y las luces de los coches se arremolinan dispersas, la tira de la mascarilla presiona la montura de mis anteojos y las orejas me duelen ligeramente, suenan baladas en la radio, tengo veinticuatro años. Quien conduce es un joven en sus veinte, tiene el sonido de celular en altavoz y me entero de que debe rendir un examen de matemáticas al día siguiente, una voz maternal le responde que no se preocupe, que vaya sin prisas, que tenga cuidado con el mal tiempo y que el sepelio ocurrirá sin mayores contratiempos. Y desde hace un año, común, pero esta vez aterradora y dolorosamente cerca, la muerte se comparte distante, la violencia se difumina sobre el parabrisas y la vida continúa, como siempre, aunque no haya suficientes vacunas, aunque existan listas secretas sobre quienes acceden a esta, aunque en los hospitales se continúen presentando casos de sobreprecios y el tráfico de influencia esté a la orden del día. Aunque el virus exista, la prevención sea escasa, el bien común bien se exprese como una estafa suprema y las consideraciones bioéticas sean una prioridad postergada y las imágenes proyectadas sobre el porvenir se reduzcan a pura ceniza. Sigue, sigue, sigue, sigue, pero yo no sé qué hacer con todo el dolor que llevo en el corazón. 


Es marzo, en Guayaquil, otra vez.


Quién diría, ¡Han pasado cinco años! Quién diría…¡Ya díez! Quien diría ¡Ya casi, casi, trece!

Y se hizo de día.


Ha llegado el invierno, como todos los años, desde que existen los años, en esta, en esta vida en concreto, recreada bajo el agujero en el bosque, perdida, en los pasos de Alicia. Los grillos han vuelto a cantar, yo he vuelto a sentir la náusea, y me he mirado cada mañana al espejo: he dejado de tener quince años, y aún así, mi anhelo infantil sigue arraigado a las pupilas.

Es este un tiempo color y tacto, hueso, redondeado: me sigue importando lo primordial y como siempre, me sigue siendo negado. Quiero huir, y ser pequeñita en paz y en silencio, arrullar en la distancia las verdades incómodas, el diagnóstico y mis consideraciones sobre genes, alelos, epigenética, sociedad, política, cultura, estructura, tradición, lenguaje... y más variopintas posibilidades. Porque tengo miedo, porque estoy sola, y porque la vida se me ha vivido en piloto automático. Porque hay pasado, y yo no puedo deshacerme de él, ni de nadie. 


Porque soy adulta, y solo me corresponde estar a la altura y señalar responsabilidades.


Aún así, qué lástima,

Aún así, qué injusto:


La existencia arbitraria, la crueldad y el sufrimiento, los dioses no están muertos.


Apuntes del 29 de enero del 2021


 "Esta muerto, pero se niega a reposar"

Subir a por aire, George Orwell, 1939

                                                            (Imagen obtenida de Yandex.ru)


Hace muchos muchos años, es esta una memoria también bastante lejana, estuve a punto de ahogarme en un río. Recuerdo levemente el agua turbia, pero no el color del fondo, hecho de barro, supongo. Los inviernos en las zonas rurales suelen desatarse con rabia y el agua debió revolcarme muchas veces, mi cuerpo era pequeñito y este es un hecho evidente. No recuerdo el fondo, y aún así, las aguas turbias que me engullen y me revuelcan vuelven siempre a mis sueños. Fuera de mis pesadillas en las que se pasean bestias folklóricas, las que tienen como protagonista al agua y especialmente la marina, son las peores. A veces, siento que moriré de alguna forma parecida, la fantasía de suicidarme en una bañera fue recurrente durante mi transición de la adolescencia hacia la adultez. El punto es que, en mi delimitadísimo universo el agua es elemento simbólico del regreso al origen. El origen hecho forma, claro está, en el que la realidad toma imagen de escultura, la que moldea Apolo, la que ordena en sentido cronológico, en la que baña de lógica el destino trágico en el que subyace siempre, más tarde que temprano, la locura, inaccesible, para variar.


Si acabé en el río es porque, como es evidente, no había adulto funcional capaz de supervisarme, mi madre quien sabe, a lo mejor habría acudido a rescatarme en llanto, porque de esa forma es la única que sabe, pero para ese tiempo ella ya había mentido y ya se había marchado, mi padre también, aunque al menos el no tuvo que mentir, solo se fue sin decirme nada, tal vez por eso, también, lo respeto más. El resto de seres humanos que componían mi círculo cercano hicieron el único papel que conocían, el de espectadores, y cuando se dieron cuenta de que no estaba, me sacaron temblorosa, llorando. El día era nublado, estaba lloviendo, por eso el río subió y estaba tan bravo, cómo la vida, igual que la vida, desde ese entonces hasta ahora. Valga decir también que lejos de victimizarme, yo siempre he sabido muy bien echarme las culpas, correspondan o no y al episodio del río volví en innumerables ocasiones, solo que las personas me cayeron con el pasar del tiempo bastante peor, y me las he zafado, a veces bastante bien, a veces por las últimas, pero sola.


Ya tras algunas noches sin luna, regresé a las orillas del río con mucha más tranquilidad, aunque continuara lloviendo, dejé que el agua me rozara los tobillos y removí algunas hojas sobre el fango y desde hace poco, curioso, qué curioso, cuando el agua me engulle en sueños solo me brota la risa; la llevo arraigada en los hoyuelos, ya saldé mis cuentas pendientes con Apolo y si he descendido al fin a la locura, bienvenido sea Dionisos.


El río para variar, a mis ojos, sigue creciendo siempre amenazante, pero qué más da, yo ya he dejado de tener cuatro años. 


 

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Estudiante de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Existo porque leo, escribo y me rebelo.

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