Hace
un año, me encontraba bajo las sábanas, transpirando humedad, con una camisa
celeste a la que le sobraban tres tallas, bastante confundida, asustada y
también, enojada. Era un enojo sutil, una chispa leve que flotaba por mi
estómago y que me llevaba a la certeza contundente de que; probablemente me
estaba equivocando y de que probablemente no iba a funcionar, porque, al final
de cuentas; ¿Qué acaso ha podido funcionar?
Y
mientras la chispa seguía flotando, tenía los labios apretados y quería
permanecer tan fuera de la mirada y del tacto del otro, como de las certezas
que edifican mi terquedad y que me hacen querer abandonar todos los puentes que
me unen al mundo, antes de si quiera intentar cruzarlos. Si pienso, que
invitarme a caminarlos es un acto de insensatez e irresponsabilidad absoluta
cuando no se pueden asumir ni los riesgos ni los daños. Si entiendo, sin
embargo, después de todo, que no a todos les ruge en las tripas la necesidad de
la premonición. Que importa, las omisiones también son una muestra de crueldad.
No importa cuando o de que forma sobrevenga la noción de haber errado.
Oh,
y claro que puedo mantener los labios apretados y albergar un espacio para la
comprensión rotunda; una vía alternativa al eterno retorno y tratar de desbaratar
mi propio lenguaje de ausencias y distancias, y entiendo, y significo, lógica,
muy lógicamente.
Pero
no sé perdonar;
Y
ya no hay chispa alguna,
Estoy
ardiendo.