Recuerdo que los días eran cálidos y húmedos cuando la primavera llegaba y los brotes de fresas comenzaban a ponerse colorados. Eran esos días en los que solía correr hacia mi rincón preferido de la escuela y cavar un hoyo con las dos piernas simultáneamente. Como resulta evidente, esta no era una tarea que realizaba en solitario, generalmente me ayudaban tres o dos amigas más, y es que el resultado siempre era fascinante, no importaba cuantas veces lo presenciáramos, ver brotar un montón de bichitos, cada cual más peculiar que el anterior era todo un espectáculo. De entre todos estos, los que más me llamaban la atención eran sin duda las chinchillas, aunque por aquel entonces las reconocíamos popularmente como “los bichos bolas”. Estos curiosos animalitos me sorprendían siempre, porque parecían tener una coraza dura, pero bastaba rozarles suavemente la superficie del caparazón para que se envolvieran sobre sí mismos y se protegieran del mundo, ellos, los mismos que a primera vista parecían tan fuertes. Estas exploraciones de recreo siempre concluían cuando les construíamos un refugio, las habitaciones las realizábamos a punta de abrir agujeros en el barro con una ramita y de aperitivos siempre les dejábamos hojas. Eran otros tiempos y todo podría haber sido tan diferente.
Podría.