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Corazón silvestre
En el frío del bosque y en su soledad, se debe ocultar aquel corazón que un día abandoné.
Recuerdo los ojos de aquella muchacha, que estaban llenos de luz de luna, que podían descifrar palabras sin haberlas siquiera escuchado. Era pequeña y caminaba siempre descalza, al son del viento. Vivía etérea, como si nadie nunca pudiera hacerle daño.
En medio de los frondosos arboles siempre, una hora antes del atardecer, se sentaba a tararear canciones de cuna, como queriendo dormir a las estrellas. Desesperada, tratando de evitar que la oscuridad de la noche engullera el día, que descendiera hasta devorar sus pasos y borrara el camino de vuelta a casa.
La niña que tenía ojos tan intensos como el cobre solía llorar en silencio mientras escuchaba los aullidos de un lince. Se abrazaba desesperada, intentando siquiera evitar el infinito vacío que se ahondaba en su pecho. La soledad besaba sus mejillas dejando rezagos de calidez que solían acompañarla hasta el amanecer.
Y ella, que comprendía que hay condenas imprescriptibles aceptaba la protección de ese bosque milenario. Y yo, yo que la hecho tanto de menos, me muerdo los labios hasta desollarlos de rabia, porque soy incapaz de traerla de vuelta, de ofrecerle unos brazos donde pueda sentirse a salvo. Y yo, que sé que soy incapaz de protegerla, me resigno, aceptando este designio caprichoso que parecer habernos separado para siempre y sin remedio.
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